La posible desaparición del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en México representa mucho más que la extinción de una sigla histórica. Es, en muchos sentidos, el cierre de un ciclo político que marcó al país durante gran parte del siglo XX. Fundado en 1929 como el Partido Nacional Revolucionario (PNR), el PRI consolidó un sistema hegemónico disfrazado de democracia, en el que el poder era transferido de manera controlada entre sus propios cuadros. Por décadas, fue sinónimo de Estado, de poder absoluto, de clientelismo, y en no pocas ocasiones, de corrupción.
Sin embargo, lo que alguna vez fue considerado “el partido casi perfecto” comenzó a erosionarse desde dentro. Su permanencia en el poder no se sostenía por convicciones ideológicas ni por una conexión genuina con la ciudadanía, sino por estructuras corporativas, pactos oscuros y una maquinaria electoral bien aceitada. La alternancia del año 2000, cuando Vicente Fox del PAN ganó la presidencia, fue el primer gran golpe a su hegemonía. Aunque logró un breve resurgimiento en 2012 con Enrique Peña Nieto, ese sexenio terminó por sepultar su credibilidad, sumido en escándalos de corrupción, represión y frivolidad gubernamental.
Hoy, con una base cada vez más reducida, sin liderazgos nacionales sólidos, y arrastrando un desprestigio profundo, el PRI enfrenta una crisis existencial. Su integración a alianzas como “Va por México” junto al PAN y el PRD ha sido interpretada por muchos como un acto desesperado más que como una estrategia coherente. Ya no es un partido con visión nacional, sino un actor marginal que lucha por no desaparecer en las urnas. En estados donde antes era imbatible, ahora no alcanza ni el 10% de los votos.
Pero, ¿qué significa su desaparición para México? Para algunos, representa una oportunidad para consolidar una democracia más auténtica, menos atada a los vicios del pasado. Para otros, es un recordatorio de que los partidos que no se renuevan ni rinden cuentas están condenados a la irrelevancia. La caída del PRI no garantiza una mejor política, pero sí ofrece una advertencia clara a quienes crean que el poder es eterno.
El PRI no muere solo por el desgaste del tiempo, sino por su negativa a transformarse cuando aún tenía margen para hacerlo. En lugar de abrirse a nuevas generaciones, se aferró a las mismas prácticas y a los mismos nombres. En vez de reconciliarse con su historia, prefirió negarla o romantizarla. Hoy paga el precio de su desconexión con la realidad.
El fin del PRI, si se concreta, no debe verse con nostalgia, sino con reflexión. La historia lo juzgará con sus luces y sombras. Pero la ciudadanía debe mirar hacia adelante, exigiendo a los partidos que sobrevivan —y a los nuevos que surjan— algo más que lealtad partidista: integridad, compromiso democrático y cercanía con las verdaderas necesidades del país.