En medio del debate nacional sobre la reforma al Poder Judicial, una propuesta ha cobrado fuerza: que los ministros, jueces y magistrados sean electos por voto popular. Esta idea, promovida con fuerza desde el Ejecutivo federal, promete democratizar la justicia y acabar con el elitismo judicial. Pero, ¿realmente la elección directa es la solución a los problemas del Poder Judicial en México?

A primera vista, la propuesta parece razonable. Vivimos en una democracia, y en una democracia el pueblo manda. Si los legisladores y el presidente son electos, ¿por qué no también los jueces? ¿Por qué dejar en manos de una élite política y judicial decisiones que afectan derechos fundamentales? El problema es que la lógica electoral no se lleva bien con la lógica jurídica.

La justicia no puede regirse por popularidad. Un juez no debe decidir con base en lo que la mayoría quiere, sino con base en la ley y la Constitución. Su independencia es la garantía de que los derechos de todos —incluso los más impopulares— serán protegidos. Someter al Poder Judicial al vaivén de las campañas, los partidos y el financiamiento electoral puede debilitar esa independencia que tanto trabajo ha costado construir.

Además, la experiencia internacional no respalda el modelo de jueces electos por voto popular. En los pocos lugares donde existe, como algunos estados de EE. UU., se ha documentado cómo el sistema judicial termina influido por intereses económicos y políticos. En lugar de jueces profesionales, se corre el riesgo de tener políticos togados, más preocupados por su reelección que por impartir justicia.

Esto no quiere decir que el Poder Judicial mexicano no necesite una reforma. Urge mejorar los mecanismos de rendición de cuentas, hacer más transparente el proceso de designación de jueces, diversificar su perfil y combatir la corrupción interna. Pero democratizar no es lo mismo que politizar. Una verdadera reforma judicial debe fortalecer la independencia, no destruirla.

Elegir a jueces por voto directo puede parecer un acto de empoderamiento ciudadano, pero en el fondo podría ser un caballo de Troya que fragilice el equilibrio entre poderes. El reto no es sustituir a una élite por otra más numerosa, sino construir instituciones que sirvan al pueblo sin depender de sus aplausos.

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