Por: Juliana Hernández Quintanar

Ahora que se acercan las fiestas de halloween, quiero platicarles una historia de terror que pasó hace ya mucho tiempo en una administración y sobre una generación, pero que no por ello debe de dejar de ser contada.  Todo comenzó como suelen empezar estas historias: con un triunfo, proyectos en puerta, prospectiva sobre la ciudad, muchas promesas que cumplir y un futuro prometedor para todos.   A esta fiesta fue invitada una generación de jóvenes con ímpetu, iniciativa, liderazgo y capacidad.  En el desarrollo de esta historia hubo una variable que los guionistas no pudieron calcular, ni menos bien administrar:  los efectos del poder en personajes sin principios firmes ni madurez.

Dicen por ahí que en ese momento y lugar dichos protagonistas comenzaron a su corta edad a conocer bien y desde luego disfrutar, aprovechar las posibilidades que una buena o regular posición institucional les brindaba,  a degustar la seguridad de quincenas ciertas y abundantes, a enviciarse con el regodeo de ordenar y  ser obedecidos por personal a su cargo, a embelesarse con la emoción  y conmoción de manejar presupuestos, recursos, sin más a extasiarse de los privilegios sociales, económicos  y políticos  de ser los  predilectos del jefe,  a solo pensar en el siguiente peldaño a subir, en los siguientes proyectos a conquistar.  Se contaban historias sobre ellos, muchas de ellas historias de terror.

 Y, ¿qué pasó después? afortunadamente esta historia concluyó como terminan estos cuentos en una democracia:  la ciudadanía les arrebató lo que les habían confiado, pues fue a todas luces evidente que el bien y progreso de la gente no era su prioridad ni motivación, porque la soberbia que los inundó comenzó a causar estragos, con consecuencias para la ciudad, porque la indiferencia social y ambición personal se nota…  permea… porque era imposible que en un sistema y en una sociedad como la de nuestra historia no se evidenciara que sus representantes, sus servidores habían perdido el piso, el rumbo, los ideales y las convicciones, o que tal vez, solo demostraban que nunca los tuvieron.

 ¿Por qué contar este cuento de terror ahora? Muy sencillo:  porque la historia debe conocerse o inevitablemente se está condenado a repetirla, el pasado debe de servirnos de referencia y ejemplo para no pasar por los caminos que llevaron a algunos a la perdición, para aprovechar experiencias y lecciones de estas leyendas y concentrarnos en hacer las cosas bien, para que cuando volteemos a ver nuestras barbas, podamos reconocer y corregir errores a tiempo y mejor aún prevenirlos.

La mejor fórmula para ello es tener tatuada en la conciencia que el poder es para servir a la gente, que el gobierno y las instituciones tienen como fin el Bien Común y que este se construye con cercanía, sencillez, humildad, trabajo auténtico y constante; pero que si en dado caso los principios y los ideales no son su fuerte, en una democracia las historias de terror  tarde o temprano terminan  por contarse. 

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