Este ha sido, sin duda, el año de Donald Trump. Su regreso a la Casa Blanca no solo rompió precedentes —al convertirse en el primer presidente convicto en asumir el cargo en Estados Unidos—, sino que confirmó algo que ya era evidente: su mandato se sostiene tanto en decisiones de alto impacto como en una narrativa provocadora diseñada para dominar la agenda mediática global.

Trump impulsó un frágil alto el fuego en Gaza, que en los hechos sigue sin cumplirse plenamente, sostuvo una reunión clave con Vladímir Putin y se colocó como figura central en los intentos de negociación para poner fin a la guerra entre Rusia y Ucrania. Todo ello mientras se atribuía, sin matices, un papel de pacificador mundial.

Ante la ONU, el mandatario llegó a presumir que había “terminado siete guerras en solo siete meses”, aludiendo a conflictos como los de Armenia y Azerbaiyán, India y Pakistán o Kosovo y Serbia. “Ningún presidente o primer ministro lo había logrado antes. La ONU no hizo absolutamente nada”, afirmó, en un discurso más cercano a la autopromoción que a la diplomacia multilateral.

Ese afán de reconocimiento tuvo un episodio casi satírico cuando recibió el Premio de la Paz de la FIFA. Trump aceptó el galardón con gesto contenido y dejó claro que aspiraba a algo “un poco más serio, con medalla sueca”, en referencia al Nobel de la Paz. Según versiones de su entorno, incluso preguntó si el premio incluía algún tipo de “Nobel de consolación”.

Más allá de la política exterior, Trump ha vuelto a consolidarse como un showman que gobierna a golpe de frase lapidaria, insulto directo y declaraciones diseñadas para viralizarse. A lo largo del año, sus expresiones han generado tensiones diplomáticas, indignación social y una cobertura mediática constante.

Entre los episodios más polémicos destacan sus amenazas contra narcotraficantes vinculados al régimen venezolano, a quienes llamó “hijos de perra”; sus descalificaciones contra migrantes somalíes, a quienes calificó de “basura” y cuyo país dijo que “apesta”; y sus críticas abiertas a los líderes europeos por permitir, según él, una inmigración descontrolada que “está destruyendo sus países”.

El trato a la prensa tampoco ha cambiado. En un vuelo del Air Force One, llamó “cerdita” a una periodista de Bloomberg por insistir en una pregunta incómoda, y días después calificó de “tonta” a otra reportera ante cuestionamientos sobre su gestión y la de su antecesor.

En el terreno geopolítico, su reunión con el presidente ucraniano Volodímir Zelenski marcó un punto de quiebre. Trump le recriminó estar “jugando con la tercera guerra mundial” y le espetó que “no tiene cartas”, en un encuentro que terminó abruptamente y sin acuerdos, mientras Europa cerraba filas con Ucrania.

La relación con España tampoco ha sido tersa. Trump llegó a sugerir que el país debería ser expulsado de la OTAN por no elevar su gasto militar al 5% del PIB, amenazando incluso con represalias económicas. La Unión Europea respondió asegurando que protegería a España ante cualquier castigo comercial.

En el ámbito económico, el presidente estadounidense se jactó de su guerra arancelaria asegurando que otros países “nos están llamando, besándome el culo, locos por llegar a un acuerdo”, una expresión que provocó críticas incluso entre aliados tradicionales.

Quizá una de las propuestas más controvertidas fue su idea de que Estados Unidos tomara el control de Gaza para convertirla en “la Riviera de Oriente Medio”, tras desplazar a la población palestina. La difusión de un video generado con inteligencia artificial reforzó la percepción de un enfoque más inmobiliario que humanitario del conflicto.

A ello se suman decisiones simbólicas como el cambio de nombre del Golfo de México a “Golfo de América”, adoptado incluso por Google Maps, lo que derivó en una demanda del gobierno mexicano encabezado por Claudia Sheinbaum.

Finalmente, Trump reiteró su negacionismo climático al calificar el cambio climático como “la mayor estafa de la historia”, acusando a la ONU y a defensores de las energías renovables de frenar el progreso mundial.

Con tres años de mandato aún por delante, todo indica que Donald Trump seguirá marcando la agenda internacional no solo por sus decisiones políticas, sino por un estilo de gobierno basado en la confrontación, el espectáculo y la provocación constante. Un presidente que, más allá de resultados concretos, entiende el poder como una puesta en escena permanente.

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