El sonido atronador de un buldócer y los comentarios ocasionales -algunos resignados, otros rabiosos- de cientos de personas que observan cómo la enorme máquina reduce a escombros las casas de chapa llenan el aire desde hace una semana en el asentamiento informal de Mukuru, al sureste de Nairobi.

Atravesado por el río Ngong, Mukuru es una de las zonas en la capital keniana afectada por las inundaciones devastadoras que han golpeado al país por las lluvias torrenciales desde mediados del pasado marzo.

Según los últimos datos oficiales, la catástrofe asciende a al menos 267 muertos y 188 heridos en todo el país, mientras 75 personas permanecen desaparecidas y más de 380.000 se han visto afectadas.

Pero en Mukuru y en Mathare, otro suburbio de Nairobi, después del agua llegó otra fuerza destructora: las órdenes de evacuación forzosa y demolición del Gobierno.

El pasado 30 de abril, el presidente keniano, William Ruto, ordenó a todas las personas residentes en zonas ribereñas abandonar sus hogares en un plazo de 48 horas para evitar “el riesgo de inundaciones y deslizamientos”. Pero, ¿dónde refugiarse?.

Las autoridades dicen haber establecido cerca de 170 campos de desplazados en 22 de los 47 condados del país, pero en Mukuru los vecinos denuncian que miles de personas se han quedado sin un techo bajo el que dormir porque el Gobierno no les ha ofrecido ninguna alternativa habitacional.

Salvar los muebles

“Teníamos que estirar nuestros brazos para alcanzar a la gente. A veces, el nivel del agua llegaba hasta las rodillas, la cintura e incluso los hombros”, explica a EFE Freshia Njeri.

En la casa de dos habitaciones de Njeri dormían antes sus seis hijos. Ahora, acoge a otras nueve personas, que perdieron sus hogares por las inundaciones. “¿Cómo voy a decirles que no si llaman a mi puerta?”, dice.

Esta mujer de 35 años es miembro del Centro de Arte Wajukuu (“nietos”, en suajili), fundado hace dos décadas por artistas que querían ofrecer un espacio de creatividad a los niños y jóvenes de Mukuru.

Pero en la destartalada casa de uralita verde y la gran nave donde antes daban clases de percusión, pintura o fotografía duermen ahora una cincuentena de personas, en colchones donados y al lado de grandes ollas y enormes bolsas de harina y legumbres.

Cuando empezaron las inundaciones, Wajukuu pidió donaciones y, con ese apoyo, empezó a alimentar a más 400 afectados cada día. Esa cifra superó las 700 desde que empezaron las demoliciones, detalla Njeri.

En un martilleo constante, decenas de personas se han reunido en la orilla del río para destruir con sus propias manos las casas donde antes se despertaban cada mañana, antes de que las alcance el bulldócer del Gobierno.

“Hay mucho pánico (…) y miedo entre la gente. Por eso se ve a la gente tratando de recoger el material para poder reutilizarlo, tal vez construyendo en otro lugar”, dice Shabu Mwangi, pintor y uno de los fundadores de Wajukuu.

Unos metros más allá, Jane Alfayo, de 33 años, reposa un momento en el suelo el tronco que está arrastrando para explicar su historia: “Mi marido está durmiendo aquí -señala el suelo enfangado-. Enciende un jiko (hornillo) y habla con otros hombres, que es bueno para su salud mental después de todo esto”.

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