El populismo ha sido una constante en la política mexicana, manifestándose en diferentes momentos de la historia y bajo distintos líderes. Este fenómeno, caracterizado por una narrativa que se presenta como la voz del “pueblo” contra las “élites corruptas”, ha moldeado la dinámica política del país y ha dejado una marca indeleble en su desarrollo socioeconómico. Sin embargo, el populismo en México ha demostrado ser una espada de doble filo, ofreciendo promesas de cambio mientras perpetúa dinámicas que pueden socavar la institucionalidad y el progreso a largo plazo.
El populismo en México ha encontrado un terreno fértil en las profundas desigualdades económicas y sociales que han marcado al país desde hace siglos. La retórica populista, que se basa en la exaltación de un líder fuerte que se presenta como el único capaz de interpretar y cumplir la voluntad del pueblo, ha resonado con amplios sectores de la población que se sienten excluidos del sistema político y económico. Este discurso promete soluciones rápidas y contundentes a problemas complejos, apelando a la justicia social y a la redistribución de la riqueza.
Sin embargo, esta narrativa frecuentemente simplifica los problemas, presentando soluciones que, aunque atractivas en el corto plazo, pueden ser insostenibles o contraproducentes. La tendencia a culpar a las élites o a actores externos por los problemas internos del país también puede desviar la atención de las causas estructurales de la desigualdad y la pobreza, que requieren de reformas profundas y un enfoque de largo plazo.
Las promesas y la realidad
Uno de los principales peligros del populismo radica en la brecha entre las promesas hechas y la realidad de su implementación. En México, hemos visto cómo gobiernos con tintes populistas han logrado movilizar a las masas y generar un sentimiento de esperanza, solo para enfrentar, más adelante, las limitaciones de la realidad política y económica. Las promesas de grandes transformaciones suelen chocar con la complejidad de la administración pública, la resistencia de las instituciones y la rigidez de las estructuras económicas.
Por ejemplo, las políticas de gasto expansivo y programas sociales diseñados para ganar apoyo popular pueden, a corto plazo, mejorar la calidad de vida de algunos sectores, pero también pueden llevar a desequilibrios fiscales y económicos que comprometen el crecimiento sostenible del país. Además, la concentración del poder en manos de un líder o un grupo político, típica del populismo, puede debilitar la democracia, erosionando la independencia de las instituciones y el respeto por el estado de derecho.
La erosión de las Instituciones
Uno de los efectos más perniciosos del populismo en México ha sido la erosión de las instituciones democráticas. Al promover la idea de que la voluntad del pueblo debe estar por encima de cualquier límite institucional, el populismo puede llevar a la concentración del poder y a la debilitación de los contrapesos necesarios para una democracia sana. Esta tendencia se ha manifestado en esfuerzos por cooptar o neutralizar a los organismos autónomos, en la descalificación de los medios de comunicación críticos, y en la judicialización de la política como forma de persecución de adversarios.
Cuando las instituciones pierden su independencia y se convierten en instrumentos del poder ejecutivo, la democracia se ve gravemente comprometida. La falta de un sistema de pesos y contrapesos robusto puede derivar en abusos de poder, corrupción y una mayor polarización social.