AFP / La antigua ruta comercial de Hunderman, en Cachemira, solía unir a las comunidades repartidas entre los altos pasos del Himalaya. Pero ahora, estas abruptas montañas son utilizadas como fortificaciones por India y Pakistán, dos países rivales dotados de armas nucleares.

Ghulam Ahmad, de 66 años, vive separado de sus padres desde su adolescencia. En medio de una de las guerras entre Nueva Delhi e Islamabad, Hunderman, entonces pakistaní, pasó a manos indias.

Este productor de albaricoques sueña con poder visitar la tumba de su madre, en Pakistán. Si la frontera estuviera abierta tendría que recorrer apenas 50 kilómetros hasta llegar a ella.

Pero cruzar al país vecino implica una vuelta de 2.500 kilómetros, un visado que es muy difícil de obtener y unos gastos que no se puede permitir.

“¿Qué podemos hacer?”, pregunta resignado Ahmad. “Muchos aquí han muerto sin poder reunirse con sus seres queridos, tras haber vivido con la esperanza de volver a verlos”, dice.

India y Pakistán solo cuentan con un paso fronterizo abierto, pero con severas restricciones en la región del Punyab, mucho más al sur. Pero muy pocos lo usan.

Las dos naciones rivales, que celebran esta semana su 77º aniversario de la independencia, han librado tres grandes guerras y numerosos conflictos fronterizos desde la partición de los territorios colonizados por los británicos en el subcontinente indio en 1947.

La disputa persiste sobre el control del territorio de Cachemira, dividido entre los dos países y reclamado por ambos en su totalidad.

“Si alguien reabre esta frontera, muchos irían allí”, afirma el agricultor. “Y muchos de allí vendrían aquí a verse con familiares”, agrega.

  • “Llorando por la separación” –

El pueblo de Ahmad se encuentra junto la fortificada línea de control que divide Cachemira, en la zona de Kargil, escenario de la última gran guerra entre India y Pakistán en 1999.

Un afluente de agua gélida del río Indo discurre al lado del pueblo, a la sombra de las imponentes cumbres nevadas de su alrededor.

Ali, de 49 años, es un guía turístico en los meses de verano, cuando turistas curiosos se acercan a visitar la zona. El resto del año dirige burros de carga que llevan suministros a los puestos militares indios en las montañas.

Al otro lado de la línea divisoria vive la familia de su tío, a la que nunca ha conocido.

“El hermano de mi madre y su familia entera están en el otro lado”, dice Ali, que solo tiene un nombre. Su madre “sigue llorando por estar separada de ellos”, asegura.

En la memoria de este indio persiste el recuerdo del horrible conflicto de diez semanas en 1999, en el que al menos mil personas murieron.

“Fue un periodo realmente difícil”, explica Ali.

Los aldeanos se escondían en las cuevas de las montañas. “Los hombres salían solo por la noche para regar los campos y cuidar a los animales”, recuerda.

  • Memorias “borrosas” –

Después de un cuarto de siglo de relativa paz, el estrecho valle está ahora menos aislado.

El ejército indio ha hecho un gran esfuerzo para mejorar la infraestructura estratégica, como las carreteras o las líneas de telecomunicaciones.

Separadas por el conflicto, las familias pueden conectar en línea y enviarse mensajes después de décadas de silencio. En algunos casos, incluso, comunicarse por primera vez en sus vidas.

“Aquí no había nada en 1999”, dice el general de división y veterano de Kargil, Lakhwinder Singh. “Ahora surgen pequeños municipios, (abren) nuevos hoteles”, explica.

Para Mohammad Baqir, de 51 años, no basta. Aunque ahora ha podido reconectar con su familia en Pakistán, su deseo de verse en persona y rezar juntos en la mezquita es todavía un sueño.

“He visto a nuestros soldados reforzar las defensas y no tengo esperanzas en un deshielo”, comenta. “Siempre hay miedo de que pase algo”.

Décadas de división hacen que se desvanezcan los recuerdos de una comunidad antes vibrante y unida, afirma Ali Mohammad, de 55 años. Sus memorias del otro lado de la frontera son ya “borrosas”.

“Se ha perdido una generación y la nueva no ha conectado con el otro lado”, explica.

Lo ha vivido en primera mano Ahmad, el productor de albaricoques. Con tal de mantener vivo ese recuerdo, le enseñó la fotografía de su padre a su nieto, ahora adolescente.

Pero este no mostró el mínimo interés. Las nuevas generaciones están “completamente desconectadas”, lamenta.

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