Mercurio parece, a simple vista, el planeta más inhóspito y monótono del Sistema Solar: una superficie árida, sin atmósfera relevante, sin rastro de vida y sometida a temperaturas extremas. Sin embargo, para la ciencia es uno de los mayores enigmas astronómicos conocidos.
Con apenas una vigésima parte de la masa de la Tierra y un tamaño comparable al de Australia, Mercurio es el segundo planeta más denso del Sistema Solar, solo detrás de nuestro planeta. La razón: un núcleo metálico gigantesco que representa cerca del 85 % de su radio, una proporción sin equivalente entre los planetas rocosos conocidos.
Su órbita, extremadamente cercana al Sol, y su composición interna no encajan con los modelos actuales de formación planetaria. Para los científicos, Mercurio “no debería existir” tal como lo conocemos.
Las primeras pistas del problema surgieron con la misión Mariner 10 en los años setenta, y se profundizaron con la sonda Messenger, que orbitó el planeta entre 2011 y 2015. Esta última reveló algo aún más desconcertante: la presencia de elementos volátiles como potasio y torio, así como compuestos complejos e incluso hielo de agua en cráteres polares en sombra permanente, materiales que no deberían sobrevivir tan cerca del Sol.
A partir de estos hallazgos, los astrónomos han planteado múltiples hipótesis. La más aceptada sostiene que Mercurio fue originalmente mucho más grande y que un impacto colosal le arrancó la mayor parte del manto y la corteza, dejando expuesto un núcleo rico en hierro. Otras teorías proponen que fue Mercurio quien impactó a otro planeta, que se formó a partir de materiales excepcionalmente ricos en hierro cerca del Sol, o incluso que migró desde otra región del Sistema Solar primitivo.
Ninguna explicación es completamente satisfactoria. Los impactos necesarios parecen demasiado violentos, los modelos de crecimiento no justifican su pequeño tamaño, y su riqueza en volátiles sigue sin una respuesta clara.
Parte de las respuestas podrían llegar con la misión BepiColombo, un proyecto conjunto de la Agencia Espacial Europea y la Agencia Espacial Japonesa, lanzado en 2018 y que entrará en órbita alrededor de Mercurio en noviembre de 2026. La misión estudiará la gravedad, el campo magnético y la composición química del planeta con un nivel de detalle sin precedentes.
Los datos permitirán reconstruir su historia interna, entender mejor su núcleo y esclarecer si alguna vez existió un océano global de magma, como predicen algunos modelos. También ayudará a explicar por qué Mercurio es tan oscuro y qué papel juegan materiales como el grafito en su superficie.
Comprender el origen de Mercurio no solo es clave para explicar nuestro propio Sistema Solar, sino también para interpretar la existencia de los llamados “super Mercurios”, planetas densos y ricos en hierro que parecen ser comunes alrededor de otras estrellas.
Por ahora, Mercurio sigue siendo un caso límite: un planeta pequeño, extremo y aparentemente improbable, que desafía lo que la ciencia cree saber sobre cómo nacen los mundos.





