Putin admitió esta semana en el G20, donde compartió escenario con los líderes occidentales por primera vez en mucho tiempo, que la guerra es, efectivamente, “una tragedia” y que “hay que pensar en cómo detenerla”.

Pero, a renglón seguido, echó en cara a Occidente su doble rasero por no conmoverse de la misma forma por el sufrimiento de los prorrusos del Donbás y los palestinos de Gaza que por el dolor de israelíes y ucranianos.

En un gesto sin precedentes, el líder del único partido opositor legal en Rusia (Yábloko), Grigori Yavlinski, pidió personalmente a Putin que detenga la guerra.

“El objetivo de la reunión era el cese del fuego. Es la única persona que puede tomar esa decisión (…) No hay ningún plan de paz. Es una fantasía. Hay una tesis sobre la necesidad de un cese de las hostilidades. Eso es todo”, comentó a la prensa local.

Las elecciones presidenciales de marzo pueden inclinar la balanza. Aunque políticamente Putin tiene el tiempo a su favor -un nuevo mandato de seis años-, la situación es insostenible desde el punto de vista social (más de 50.000 muertos) y económico (40 % de gasto en defensa y seguridad).

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