Agencias / Entre los debates que polarizan la conversación en el hemisferio norte, por estos días, se encuentran los argumentos del libro “La generación ansiosa”, del psicólogo social norteamericano Jonathan Haidt. “Por qué las redes sociales están causando una epidemia de enfermedades mentales entre nuestros jóvenes”, dice el autor. En este libro, Haidt se ocupa de la emergencia de salud pública que afecta a los adolescentes y traza una relación causal con la masificación del uso de celulares. Esta es la primera generación que creció con una conectividad total, apunta y por eso desarrolló un estado permanente de ansiedad. Entre otras cosas, no sabe aburrirse. ¿Quién se aburre con un celular en la mano?
“La generación que llegó a la pubertad alrededor de 2009″, apunta Haidt, “desarrolló su autopercepción en el marco de cambios tecnológicos y culturales profundos, como el uso extendido de los smartphones y las redes sociales. Les ha tocado crecer en una especie de mundo virtual sin interacciones con personas de carne y hueso; y mientras los adultos comenzaron a sobreproteger a esos niños en la vida real, los dejaron involuntariamente desamparados en el brutal universo online”, se lee en el libro.
Los especialistas locales, consultados por LA NACION creen que, si bien no puede hablarse de una relación causal, es cierto que los celulares y las redes, al generar conductas de control y chequeo, aceleran el proceso mental interno que puede desencadenar trastornos de ansiedad. Sin embargo, lejos de cargar las tintas contra la tecnología ponen el foco en la importancia de las figuras de apego, de acompañar a los chicos y ayudarlos a desarrollar recursos internos que les permitan manejar estas nuevas situaciones que enfrentan como generación.
Entre otras cosas, Haidt apunta que esta generación ansiosa está desprotegida por la sobreprotección de sus padres, porque no desarrolló sus habilidades sociales en la interacción real con otros. Por eso, es una generación indefensa, que le tiene miedo al miedo, a aburrirse, a la mirada del otro.
En el plano local, la difusión de la entrevista de la cantante Martina Stoessel, Tini, con el psicólogo Gabriel Rolón, que se usó como parte del lanzamiento de su nuevo álbum, se alinea con este debate. Más allá de la estrategia de marketing, la cantante eligió ese espacio para contar la crisis de ansiedad que la llevó en los últimos tiempos a casi no poder levantarse de la cama. Allí contó que el origen de esa crisis, se debe, en parte a que el inicio de su etapa de popularidad, con Violeta, la serie de Disney coincidió con la explosión de las redes sociales.
De un bando de la discusión sobre la generación ansiosa están aquellos que aplauden al autor por investigar, aportar números y correlacionar los fenómenos: el hecho de crecer en una época de conectividad total y el desarrollo de un estado ansioso. Entre los detractores, aquellos que cuestionan que el autor confunde correlación con causalidad. Por estos días, Jonathan Haidt se convirtió en una celebridad. LA NACION lo contactó para solicitarle una entrevista, pero la respuesta automática decía que no tenía espacio en su agenda por los próximos meses.
El papel de los padres
Se pasó de una niñez “basada en el juego” a una “basada en el celular”, dice Haidt. Los padres son muy temerosos de los peligros en la calle y tienden a la sobreprotección en la vida real, pero son permisivos en el tipo de contenidos que les dejan ver a sus hijos. Esta combinación, construye una generación a la que se le inhibe la capacidad de explorar, de probar y de equivocarse, que es lo que los hará resilientes en la vida adulta. Entre las sugerencias, aparece el retrasar la edad en la que se le da un celular a los hijos, postergar hasta después de los 16 la vida social en las redes, tener colegios libres de celulares, entre otras. Propuestas algo utópicas e impracticables, dicen los críticos del libro, ya que solo demoraría el ingreso a la adolescencia.
“Hoy, las redes sociales son el club, el salir a bailar, el jugar en la plaza de las generaciones anteriores”, explica Roxana Morduchowickz, doctora en Comunicación de la Universidad de París y asesora principal de la Unesco en Ciudadanía digital. ¿Por qué prohibir en lugar empoderar? ¿No deberíamos trabajar para que desarrollen recursos internos para poder moverse en este entorno sin perder vínculo con el mundo real, y dándoles los encuadres que se necesitan?, apunta la especialista. Para ello, se necesitaría un involucramiento mayor de los padres y los docentes, en el proceso de construcción de su identidad, dice.
“Hoy los chicos tienen un promedio de 9 horas de uso del celular. ¿Si pasaran 9 horas con un libro no sería un problema? ¡Si! El problema no es el celular, sino la falta de diversificación de los bienes culturales. La recomendación es que además de usar el celular salgan, que estén con otros, que compartan, que usen internet en otros dispositivos, que se encuentren. Eso amplía su capital cultural, sus recursos internos para hacer un buen uso de la tecnología. Hoy el discurso del odio y el miedo a la exposición son un gran problema. Solo el 25% de los chicos comparte contenido propio y el resto mira y comenta. En muchos casos, se comparte poco por temor a lo que dirán los demás. Creo que hay que dejar de demonizar la tecnología o de proponer prohibir el uso, que es impracticable, y en lugar de eso promover la enseñanza de la ciudadanía digital. ¿Cómo les enseñamos a los chicos a vivir en este mundo que les toca? ¿Qué recursos les damos? Sino, solo estamos romantizando el pasado”, apunta.
“A partir de la pandemia hubo un aumento en los trastornos de ansiedad, de estado de ánimo, depresión, de la alimentación. Ahora hay como un resabio. Como si hubiera algo que reactiva los síntomas ansiosos. Mucha dificultad en el manejo de la ansiedad en relación a situaciones del colegio, ya sea los exámenes o situaciones de exposición social”, explica Marina Manzione, psicóloga especializada en adolescencia, que integró el Equipo Pionero, un grupo interdisciplinario que durante la pandemia realizó un monitoreo del impacto en el estado de ánimo de los adolescentes. “Aparecen dificultades para respirar, poder sostener la atención porque sienten taquicardia, mucho miedo a atravesar situaciones de exposición. Y perciben esa situación como peligrosa”, detalla.
La crisis de Tini
“No sabía qué era un ataque de pánico ni una crisis de ansiedad. No había hablado de un montón de cosas en mi vida. De pronto, mi alma explotó. Me encontré un día que no podía levantarme de la cama. Me metí en un lugar de sensaciones que me decían que no iba a poder superar, que me iba a quedar siempre en ese lugar oscuro”, contó Tini Stoessell en su charla con Rolón. “Mi cabeza había creído un montón de mentiras. Me decía, si fuiste a un colegio bilingüe, si nunca te faltó un plato de comida, ¿cómo vos te vas a permitir estar mal?”, relata. En la entrevista contó que el boom de Violeta coincidió con la explosión de las redes sociales. Y que eso la afectó mucho. Con el reconocimiento popular en muchos países, llegaron las críticas, los haters, aquellos que decían que había llegado allí solo porque su padre era productor, entre otras. “No sé por qué el ser humano se queda atado a lo malo. Yo me lo creí. Me quedé con las agresiones. ¿Cómo me saco esas etiquetas que me puse yo misma? Yo permití que todo eso entrara, fui yo”, dice. Y agrega: “Me empecé a vestir grande, a engordarme en las fotos, a ponerme guantes. Empecé a caer en cuenta de la crudeza y la maldad con la que se habla del cuerpo ajeno, de la cara, de la voz”, dice. “Pasé cinco años en los que no hubo una noche en la que pudiera dormir sola. Después dije, no quiero sentirme más así. Hoy puede contarlo, después de hacer terapia, tomar medicación y hablar mucho”, dice. “‘Un día un amigo me dijo, por ahí no es que no querés vivir. Por ahí, no querés vivir más esta vida’. Ahí empezó el cambio, la esperanza de poder hacer algo para dejar atrás esa vida. Y muchas de esas crisis se convirtieron en las canciones del nuevo disco.
“La crisis de ansiedad no tiene que ver con una situación objetiva sino con la forma en que se percibe. La ansiedad es una emoción que nos permite adaptarnos al medio. Llega para avisarnos que detecta algo que se identifica como peligro y requiere de un recurso o herramienta para poder hacerle frente. Cuando esto es desmedido, funciona de manera recurrente y sostenida en el tiempo, sin ser acorde con la situación que estamos transitando, puede desencadenar una crisis de ansiedad. Se disparan una serie de pensamientos negativos espontáneos en relación a lo que va a venir, que se cree que no es bueno. Esto activa en el espacio mental una maraña en el diálogo interno, que nos conecta con emociones que nos ponen más en alerta. Se generan distorsiones cognitivas: la idea de que no voy a poder con esto”, explica Manzione.
Lo que está sucediendo con los adolescentes y también con los adultos, es que estamos atravesando además de la pandemia una época de muchos cambios tecnológicos y culturales que “aceleran ese proceso de diálogo interno”, asegura la especialista. “La nueva escena nos distrae de uno mismo. Muchas personas llegan con este planteo de no poder gestionar las emociones porque no logran sostener una mirada sobre uno mismo. Hay muchos trastornos del sueño. La mente no llega a relajarse nunca. El cortisol es permanente. Hay una tensión sostenida a lo largo del tiempo que genera que el cerebro esté funcionando acelerado todo el día. No hay calma. Esa es la característica de esta generación. Se genera un circuito, porque cuando no se encuentra esa calma, la mente empieza a percibir de una manera distorsionada”, agrega. “Esto es algo que también ocurre en el mundo de los adultos, pero los adolescentes son los más vulnerables ante este acelere”, detalla.
Sobre las sugerencias de qué hacer, Manzione apunta que lejos de las recetas de prohibir, la recomendación es que aumentar los vínculos interpersonales, que encuentre un proyecto que motive, algo que llama “cualidades humanas superiores”, como el altruismo, la solidaridad, una actividad que de propósito y que represente una buena razón para levantarse cada día. “Cuando un adolescente nos viene a hablar de un tema, como mamá o papá, en ese momento hay que dejar todo y escucharlo. Hablar. No ocurre tanto, no hay que dejarlo pasar. Son las figuras de apego las que tienen que ayudarlo a desarrollar esos recursos internos, a encontrar la calma, a enfocarse en él mismo, a saber qué tener en cuenta para construir la autopercepción”, apunta.
“La tecnología ya forma parte del desarrollo, crecimiento y maduración de los chicos y de los adultos. Haidt es muy puntilloso cuando dice que los padres, de manera no intencionada han dejado desprotegidos a los hijos, en una sobreprotección con el mundo real. Un entorno invalidante, donde no se entrenan habilidades sociales, propicia y es de vulnerabilidad para que el adolescente busque validación a través de un dispositivo”, explica Diego Herrera, licenciado en psicología de la UBA, con posgrados en psicoterapia cognitivo conductual, neuropsicología y director de Equipo Interdisciplinario Cognitivo Comportamental (EICC).
Los sistemas de control parental, la geolocalización, la limitación del tiempo de navegación, son algunos de los recursos de los que se valen los padres hoy. “Sin embargo, hay un peligro que se ignora y es el fomento de un estado de ánimo ansioso y dependiente de la mirada del otro. En clínica lo veo y he tratado adolescentes que a lo largo de su maduración continúan con estas aplicaciones de control. Hay veces que generan un efecto contrario, al no estar basados en el diálogo y la confianza. Es un pseudo control producto de la calma desadaptativa, de la ansiedad y la incertidumbre que puede llegar a sentir todo padre cuando su hijo tiene cierta autonomía. Es entendible, en un contexto social y de inseguridad. Pero no sirve”, explica Herrera.
¿Cómo funciona el mecanismo del estado de ánimo ansioso en relación a la tecnología? “La actitud siempre vigilante sobre el teléfono fomenta el estado ansioso. Así funcionan las redes. Es como las máquinas tragamonedas, se activa el mecanismo de condicionamiento intermitente, donde a veces recibís gratificación y a veces no. Al ser impredecible, genera una relación adictiva. No se sabe cuándo voy a recibir la descarga de dopamina en el cerebro. A nivel neuropsicológico, como no hay un algoritmo que el adolescente comprenda, está más atado a verificar, controlar y chequear. Eso aumenta la vulnerabilidad y la posibilidad de desarrollar ansiedad y depresión”, detalla.
Pero hay algo más: “La falta de diálogo emocional con la figura referente, padre o madre, genera una mayor vulnerabilidad. Estos son los recursos de afrontamiento que van a hacer la diferencia. Si bien, la conectividad total posibilita una relación con la tecnología que pueda no ser saludable, el foco hay que ponerlo en la relación y no en la tecnología. Los vínculos significativos tienen gran impacto. Descatastrofizan. La mayor cantidad de vínculos, o ambientes recorridos, aumenta la flexibilidad cognitiva. Más que prohibir, las figuras de apego tienen que dar herramientas para poder gestionar, desde las emociones, las relaciones, las críticas. Y esto también sirve para el uso del celular”, apunta.