Estos días, Juanita reza cada vez que sale de la entrada de su modesta casa rural.
La madre de 41 años, quien cruzó a Estados Unidos desde México hace más de dos décadas y se casó con un carpintero estadounidense, teme que agentes federales estén tras ella.
Cuando estaba por ir a la farmacia a finales del mes pasado, su esposo la llamó con una advertencia desesperada: agentes de inmigración abarrotaban el estacionamiento de la tienda. Juanita, quien es prediabética, no pudo surtir los medicamentos que tratan sus deficiencias nutricionales. Tampoco podía arriesgarse a ser detenida porque tiene que cuidar a su hija de 17 años, quien tiene síndrome de Down.
“Si me atrapan, ¿quién va a ayudar a mi hija?”, pregunta Juanita en español mediante un intérprete. Algunas personas citadas en este artículo insistieron en que The Associated Press publicara sólo sus nombres de pila debido a la preocupación por su estatus migratorio.
A medida que el gobierno de Trump intensifica la actividad de deportaciones en todo el país, algunos inmigrantes —incluidos muchos que han vivido en el extremo sur de Texas durante décadas— se resisten a salir de sus casas, ni siquiera para recibir la atención médica que necesitan.
Apartadas detrás de las plazas comerciales de un piso de las autopistas, las taquerías de carretera y los vastos huertos de cítricos que se extienden a lo largo de 256 kilómetros (160 millas) de Rio Grande Valley, se encuentran personas como Juanita, quienes necesitan atención médica crítica en una de las regiones más pobres e insalubres del país. Durante generaciones, familias mexicanas se han asentado armoniosamente —algunas de manera legal, otras no— en esta comunidad predominantemente latina, donde el estatus migratorio no solía estar en mente.






