Al estudiar los modos de vida y las estrategias de subsistencia y cacería de los grupos humanos del pasado, un enfoque útil es observar a los cazadores del presente. Así lo comentaron especialistas que participaron en la reciente jornada del seminario “Relaciones Hombre-Fauna”.
Organizada por la Secretaría de Cultura federal, a través del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), la Coordinación Nacional de Antropología, la Subdirección de Laboratorio y Apoyo Académico y el Centro INAH Morelos, esta actividad desarrolló una videoconferencia, dictada por el zooarqueólogo de la Universidad Nacional de Cuyo, Argentina, Miguel Giardina, en la que se abordó el aprovechamiento del avestruz americano por parte de los cazadores-recolectores pretéritos y contemporáneos.
Bajo la moderación del investigador del Centro INAH Morelos, Eduardo Corona Martínez, la ponencia partió del planteamiento de si el avestruz americano o ñandú (Rhea americana) formaba parte de la dieta de los antiguos habitantes de la Patagonia, pues, aunque muchas crónicas así lo afirman –algunas escritas por exploradores como Charles Darwin, quien visitó la región hacia 1832–, los registros arqueológicos no muestran grandes cantidades de huesos de esta ave en los campamentos humanos.
En contraste, son amplias las evidencias del aprovechamiento de los huevos de esta entre los cazadores. Tal situación puede deberse, por un lado, a las abundantes nidadas de los avestruces, en promedio de 40 huevos por grupo, y, por otro, a lo fácil que resulta para los humanos hacerse de huevos de ñandú, sin enfrentar oposición alguna por parte de los animales adultos.
“Ya en su etapa adulta, el ñandú es un animal de difícil captura por su velocidad”, detalló el panelista al referir cómo la introducción del caballo y del perro al continente, en el siglo XVI, está relacionada, desde la estadística, con un aumento en la cacería del avestruz.
Como parte de sus investigaciones, Giardina ha realizado trabajo de campo con los gauchos de la Patagonia, quienes organizan cacerías llamadas “boleadas”, a partir de las piedras con formas redondeadas que tallan, pulen y entrelazan con cuerdas para crear hondas.
Las boleadas, aún realizadas con bastantes similitudes a las cacerías descritas por Darwin y otros cronistas, consisten en diversas jornadas en las que grupos de “puesteros”, a menudo formados por familiares, rastrean a caballo a los ñandúes y trazan rutas circulares en torno a ellos hasta cazarlos.
Cuando el resultado es favorable, solo el grupo que logró la cacería participa en el consumo del animal, lo que, de acuerdo con el zooarqueólogo, demuestra que lo valioso para los gauchos no es el avestruz en sí, sino el conocimiento que con cada boleada transmiten a sus nuevas generaciones.
“Esta cacería tradicional, la cual tiene mucho control sobre las temporadas de reproducción y de engorda de los ñandúes, se vuelve una cuestión de estatus y, preferentemente, se realiza en la época en la que los niños y los jóvenes toman vacaciones escolares”.
El que tanto los datos de las crónicas como los registros arqueológicos y la propia experiencia en campo apunten a lo arduo y poco frecuente que es la cacería del ñandú, llevó a Giardina a teorizar que el avestruz ha sido desde tiempos remotos un animal no esencial para la subsistencia de las comunidades, pero sí útil para el aprendizaje de los colectivos.