Por Carlos Silva, La lengua de Dante.

Las campañas son un ejercicio que nos permite contrastar capacidades, perfiles y propuestas, no son un concurso de talentos, ni un certamen de belleza y menos aún, un control de confianza a partir del cual, cada candidato debe poder mostrar su honradez a partir de un origen humilde, cierto o falso; sin embargo en las campañas políticas juega un factor que lleva a los políticos a cometer toda serie de desatinos y a sus equipos de campaña, a intentar todo tipo de ocurrencias con tal de hacer parecer a sus candidatos como personas populares. Para muchos ese factor es indispensable a la hora de sumar votos, no todos lo poseen y por ello lo buscan con denuedo, se llama popularidad y es la causa de muchos despropósitos de políticos en campaña.

Y es justo ese afán de algunos políticos en parecer populares, lo que los lleva a ser populosos, solo para terminar siendo, en la mayoría de los casos, el mismo tipo de políticos populistas que tanto daño han causado en todas partes y al parecer, en nuestro país no han sido suficientes las experiencias de políticos vernáculos como Luis Echeverría, bufones como Vicente Fox, populares y bonitos como Peña Nieto o ya de plano populistas como el actual presidente López Obrador.

Los daños están a la vista y los conocemos muchos, particularmente se ponen de relieve en los momentos en los que a los políticos se les requiere el talento necesario para resolver el tipo de temas que se les encomiendan junto con sus encargos y responsabilidades y es entonces, cuando surgen, las sorpresas, la decepción y de nueva cuenta, el desencanto que nos ha llevado a ir dando tumbos e ir probando de una a otra alternativa política hasta el punto de haber alcanzado un escenario como el que actualmente nos está tocando vivir.

Entonces los chistes, las puntadas y las gracejadas ya no alcanzan para contener a la opinión pública y tras la decepción y el desencanto, viene de nueva cuenta, la búsqueda de los electores para procurar el enamoramiento de personas que se hagan pasar o intenten parecerse al resto de la sociedad, humanos, bailarines, garnacheros, pero sobre todo, luchones que, habiendo sido pobres, como siempre, demuestren haber vencido la adversidad solo para terminar siendo el mismo tipo de nuevos millonarios tras su paso por la administración pública.

En síntesis, un político no es mejor porque sepa hacer el ridículo de mejor manera intentando huarachear y bailar un zapateado, ni tampoco es mejor porque intente convencer a los electores de que también come tacos en algún lugar o barrio populoso aunque no sepa ni como agarrar un taco, no lo es porque nos haya formulado una serie de recomendaciones garnacheras y menos aún, un político es mejor por sus esfuerzos para tratar de convencer a su posible electorado acerca de un origen humilde, circunstancia que muy probablemente, el día de mañana le dará problemas cuando deba justificar la fortuita riqueza que le rodea luego de su paso por la política.

Dicho lo anterior, ojalá que muy pronto los políticos dejen de hacer campañas basándose en las ocurrencias de algunos consultores, particularmente de aquellos que les recomiendan que las elecciones, las ganan aquellos que se asemejan al pueblo, como si solo por ese hecho se obtuviera la garantía entonces, de que el político que lo logra, es realmente bueno.

Los políticos no tienen porque renegar de su origen, por privilegiado que haya sido, deben saber apelar a su formación y al esfuerzo que han realizado para convertirse en personas competentes ya sea, para las tareas legislativas o, como buenos administradores en las tareas de gobierno, porque a la hora de gobernar, lo que verdaderamente importa es el bagaje necesario para hacerlo bien y ya no valen, ni el chiste, ni la sonrisa fácil, ni lo buen bailador que el político haya mostrado ser en campaña.

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