Intrépido como el personaje de “Cocodrilo Dundee”, el brasileño Ricardo Freitas captura un caimán al caer la noche con un lazo amarrado al extremo de un palo y lo sube a su pequeño bote de madera.

Sin temblar ante los afilados dientes del animal, el biólogo, de 44 años, lo sujeta por el hocico, que rodea con una cinta adhesiva negra para examinarlo sin riesgos.

El reptil de 1,5 metros anda por la laguna de Jacarepaguá, un vasto conjunto de vecindarios en el oeste de Rio de Janeiro, cuyo nombre significa “Valle de los Caimanes” en la lengua indígena tupí-guaraní.

Pero hace décadas que este lugar dejó de ser un valle bucólico con una exuberante vegetación tropical.

Alrededor de la laguna, en la que desembocan las aguas residuales de decenas de miles de habitantes, se han levantado cadenas de edificios residenciales.

El agua verdosa emana un olor pestilente. Frente al bote de Ricardo Freitas se pueden ver los altos edificios de la antigua villa olímpica para los Juegos Olímpicos de 2016.

El biólogo es categórico: esta expansión urbana y su consecuente contaminación han puesto al caimán de Jacarepaguá “en peligro de extinción”.

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