“Mi carrera pianística se ha visto muy influida por mi preparación cultural”, confesaba Alfred Brendel una noche de octubre de 1996, en un restaurante cercano a la plaza de Santa Ana, en Madrid. Al día siguiente ofrecía un esperado concierto que marcaba su regreso a la capital española tras dos décadas de ausencia. A sus espaldas llevaba ya una obra monumental, y por entonces abordaba, por tercera vez, la grabación completa de las 32 sonatas para piano de Beethoven. No era un gesto trivial: Beethoven fue, junto con Mozart y Schubert, uno de los pilares de su universo sonoro y filosófico. Un compositor al que interpretó con una mezcla de rigor técnico, intuición emocional y profundidad intelectual que marcaron un estándar para generaciones posteriores.

Brendel falleció en Londres a los 94 años, dejando tras de sí no solo un legado discográfico de referencia, sino también una reflexión lúcida sobre el arte de la interpretación. Su mirada irónica, su sentido del humor afilado y su insaciable curiosidad intelectual fueron tan característicos como su manera de abordar una sonata o un concierto. En su conversación sobre Beethoven, revelaba su concepción del arte musical como algo que va más allá de la estructura y la forma: “La creación es muy especial, porque los compositores, como los artistas, son personalidades limitadas en la expresión, pero pueden ser capaces de crear un arte ilimitado”.

Nacido el 5 de enero de 1931 en Wiesenberg, Checoslovaquia, Brendel se formó en Zagreb y Graz, donde estudió piano y composición. A los veinte años, según él mismo bromeaba, “dejé de ser un genio” y se volcó exclusivamente en el piano. Desde entonces, su carrera fue imparable hasta su retiro en 2008, tras su último concierto público en el Musikverein de Viena.

Pero Brendel no era solo un pianista; era un pensador del piano. Su fascinación por la literatura, el arte y la historia permeó su forma de tocar. Hablaba con pasión de España, país que descubrió en los años setenta y cuyo arte románico, su pintura –Velázquez, Goya, Picasso– y su cine –Buñuel– le inspiraron profundamente. El Quijote, decía, era su libro favorito. Esta amplitud cultural alimentó una visión del repertorio clásico alejada del mero virtuosismo. Interpretar, para él, era comprender desde dentro el carácter del compositor, evitar la caricatura, huir del artificio.

Ese enfoque marcó sus versiones de Beethoven, pero también de Schubert –cuya melancolía traducía con naturalidad–, de Mozart, Haydn, Brahms, Liszt o Schumann. Aunque también se interesó por autores modernos como Schoenberg, su centro gravitacional fue siempre el Clasicismo y el Romanticismo. Su estilo no era efectista, sino elocuente. No era grandilocuente, sino sabio.

En tiempos en que la interpretación histórica apenas daba sus primeros pasos, Brendel fue un pionero, aunque nunca dogmático. “La interpretación musical ha de ser capaz de cantar y de hablar”, decía. Y a menudo criticaba cierto tipo de historicismo que, en su afán de autenticidad, acababa fosilizando la música.

Gracias a su amor por el estudio y la grabación, hoy podemos seguir escuchando su legado: sus tres ciclos completos de sonatas de Beethoven; los conciertos de Mozart y del propio Beethoven; los Impromptus de Schubert, y versiones de Haydn, Liszt o Schumann que siguen siendo referentes ineludibles.

Con Alfred Brendel se va un intérprete mayor, pero también un pensador que entendía la música como una forma de inteligencia y de emoción compartida. Su paso por el piano fue el de un artista total, que entendía que el arte, como la vida, se enriquece cuando se cultiva el espíritu.

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