La victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos provocó asombro en amplios sectores del progresismo occidental. Aunque parte de su éxito puede entenderse como una reacción a las políticas demócratas que ciertos votantes perciben como amenazas —como los efectos de la globalización o la inmigración no regulada sobre las clases medias y bajas—, su elección sigue siendo un enigma para muchos analistas.
¿Por qué tantas personas optaron por un líder que no dudaba en mostrar rasgos de dudosa moralidad? ¿No perciben sus votantes esos defectos? Si bien sería absurdo asumir que millones de personas votan sin racionalidad alguna, la clave podría estar en los mecanismos psicológicos y culturales que subyacen a las decisiones políticas.
Según el psicólogo evolucionista Steven Pinker, lo que parece irracionalidad no proviene de errores lógicos aislados, sino de sesgos cognitivos profundamente arraigados. Por ejemplo, el sesgo “de mi lado” hace que seamos más receptivos a los argumentos del grupo con el que nos identificamos, mientras rechazamos los del grupo contrario. Asimismo, el razonamiento motivado nos lleva a ignorar evidencia contraria a nuestras creencias, reforzando nuestras convicciones.
Estos sesgos son esenciales para sostener sistemas de creencias culturales, como religiones, mitos nacionales y valores identitarios, que funcionan como relatos que cohesionan grupos sociales. Su veracidad objetiva importa menos que su capacidad para proporcionar un propósito moral y reforzar el sentido de pertenencia.
Nuestra evolución como organismos culturales ha configurado nuestra cognición para funcionar en sociedades complejas. Desde edades tempranas, aprendemos no solo habilidades instrumentales, sino también valores y narrativas que dan forma a nuestra identidad grupal. Este aprendizaje está mediado por la aprobación y desaprobación social, que asocia placer y malestar emocional con determinadas creencias y comportamientos.
De este modo, lo que consideramos “verdad” está profundamente influido por nuestras interacciones emocionales y sociales, más que por un análisis objetivo de la realidad. Ejemplos de ello son las certezas nacionalistas o religiosas, difíciles de explicar sin considerar el bienestar emocional que proporcionan a quienes las sostienen.
Esta dinámica cultural explica por qué sociedades enteras han normalizado prácticas como la esclavitud, el racismo o la discriminación de género, e incluso cómo personas admirables pueden sentirse cómodas en contextos que hoy consideramos inmorales. Del mismo modo, permite entender el respaldo a líderes como Trump, cuya figura encarna valores tradicionales profundamente arraigados en ciertos sectores de la sociedad estadounidense.
El triunfo de Trump no puede reducirse a un simple rechazo tribal hacia los demócratas o ciertos movimientos sociales. Su discurso logró capitalizar la defensa de valores tradicionales que muchos de sus votantes consideran esenciales. Para ellos, estas creencias son percibidas como verdades inmediatas, casi inquebrantables, debido a los mismos procesos culturales y emocionales descritos anteriormente.
En democracia, aceptar los resultados electorales es fundamental, pero también lo es reflexionar sobre las preferencias ideológicas que los sustentan. Más allá de la polarización y las estrategias políticas inmediatas, sería deseable fomentar una cultura que no estigmatice al oponente por pensar diferente, promoviendo un diálogo más constructivo.