Cuando era niña en Salt Lake City, Utah, Mary Dickson aprendió lo que millones de escolares en EE.UU. practicaban en los años 50 y 60: “agacharse y cubrirse” si llegaba una bomba nuclear. “Yo solo pensaba: ‘Eso no nos va a salvar’”, recuerda hoy.
Lo que no sabía entonces era que, a pocos kilómetros, en el desierto de Nevada, el gobierno de su país detonaba armas nucleares. Los vientos llevaban la lluvia radiactiva directamente sobre su ciudad. Mary, como miles de personas, creció a sotavento.
Con los años, la tragedia se volvió personal. A ella le diagnosticaron cáncer de tiroides. Su hermana mayor murió joven de lupus. A su hermana menor el cáncer intestinal le invadió el cuerpo. Y en su barrio de apenas cinco calles, Mary contó más de 50 vecinos con cánceres, abortos espontáneos o enfermedades autoinmunes.
“No puedo decirte cuántos amigos he visto morir. El daño psicológico no desaparece. Pasas la vida entera temiendo que cada dolor signifique que volvió”, confiesa. Para Mary, “la Guerra Fría nunca terminó. Todavía vivimos con sus efectos”.
Una herida global
La suya no es una historia aislada. Desde los años 40 hasta los 90, EE.UU., la Unión Soviética, Francia, Reino Unido y China realizaron más de 2,000 pruebas nucleares en desiertos, atolones y tierras lejanas —lugares que consideraban remotos, pero donde vivían comunidades enteras.
En Nevada y Utah se les llamó downwinders. En Kazajistán, cerca de Semipalátinsk, miles murieron prematuramente sin saber que vivían al lado de un campo de pruebas. En la Polinesia Francesa, en Australia o en las Islas Marshall, familias enteras fueron desplazadas, y todavía hoy sus tierras siguen contaminadas.
La magnitud es difícil de imaginar: solo en las Islas Marshall, entre 1946 y 1958, EE.UU. detonó 67 bombas nucleares con la potencia equivalente a 7,232 bombas de Hiroshima. Cinco islas quedaron parcial o totalmente destruidas. En algunas, aún hoy, los cocos y los cangrejos cocoteros acumulan radiación en sus tejidos.
El precio oculto
Los estudios científicos coinciden en algo: la radiación aumenta el riesgo de cáncer. El Instituto Nacional del Cáncer de EE.UU. calculó que las pruebas de Nevada pudieron haber provocado hasta 212,000 casos de cáncer de tiroides en exceso. En los atolones más castigados de las Marshall, hasta 7 de cada 10 personas expuestas desarrollaron cáncer.
Y, sin embargo, la relación oficial entre enfermedad y pruebas nucleares sigue siendo esquiva. Algunos gobiernos han ofrecido compensaciones —a menudo tardías y limitadas—, mientras que otros aún minimizan el daño.
Mary Dickson, ahora dramaturga y activista, ha hecho de su historia una voz colectiva. “Compartimos las mismas historias”, dicen también desde Kazajistán, desde la Polinesia, desde Hiroshima. Historias de dolor, pero también de resistencia y memoria.
Ochenta años después de Hiroshima y Nagasaki, el mundo sigue contando el costo humano de las bombas. Y el ajuste de cuentas, como dice Mary, está lejos de terminar.